Érase una vez un rey que profesaba tal cariño por su esposa, como nunca otra persona pudo querer a un semejante. La felicidad de los monarcas se completaba con la presencia de una joven, su hija, que había heredado la belleza de su madre y crecía en inteligencia y bondad.
Un mal día la reina cayó enferma y los médicos de la corte no pudieron más que diagnosticar un triste desenlace muy próximo. El buen rey estaba desolado. Lloraba junto al lecho de su esposa, mientras ella le decía: -No dudéis en volveros a casar, cuando yo ya no esté. Sólo os pido que la escogida sea más bella que yo-. Y dicho esto, la reina suspiró por última vez, cerrando los ojos para siempre.
El dolor, aunque nunca cicatrice del todo, disminuye con el tiempo, y el rey, que todavía era joven, sintió un día la necesidad de casarse. Se convocó a las damas más radiantes de todos los condados… Pero el rey las rehusaba una a una, porque ninguna igualaba siquiera la belleza de la reina fallecida.
El rey vio una mañana a su hija en el jardín y por primera vez se fijó en ella como la esplendorosa mujer que ya era, una joven que reunía la misma belleza que su madre. El rey no se lo pensó dos veces y sin meditar en lo monstruoso de su proposición, declaró que se casaría con su hija. La princesa, al conocer la noticia, se sintió tan desgraciada que corrió en busca de su hada madrina, para pedirle consejo.
- No se lo tengáis muy en cuenta a vuestro padre, está desquiciado. Vos seguid mis consejos y veréis como esa locura queda olvidada con rapidez-. Así lo hizo la princesa; se trataba de dar largas a su padre; pidiéndole las cosas más extrañas que pudiera imaginarse, antes de celebrarse la boda. Por ejemplo, la princesa pidió un vestido de color de luna, una capa de color de sol y unos zapatos cuajados de pedrería. El rey cumplía esos deseos a rajatabla, con una rapidez pasmosa, ansiando que llegara el momento de ese enlace antinatural que pretendía.
Viendo que esas artimañas no daban resultado, el hada le dijo a la princesa: —Ve a los establos, coge una piel de asno que allí encontrarás y disfrázate con ella. Luego, abandona el palacio y no muestres más tu rostro, hasta que sepas que el rey ha olvidado su idea. La princesa partió hacia su destierro.
Al poco de descubrirse la desaparición de la princesa, el rey ordenó que fuese buscada por todo el país. Pero la princesa siguió andando, cada vez más lejos, y nadie la relacionaba con la hija del rey. Así llegó un día a una granja, más allá de las fronteras de su país, donde la propietaria del lugar accedió a tomarla como criada, ya que necesitaba a alguien que limpiase la piara de los cerdos cada día. Pronto quedó la princesa bautizada como Piel de Asno; los criados se reían de su vestimenta y hacían bromas crueles con ella.
Una vez a la semana, Piel de Asno se olvidaba de sus cerdos retirándose discretamente a un río cercano y lavándose de tanta mugre como recogía a diario. Fue en una de esas ocasiones, cuando acertó a pasar por allí el hijo del rey del lugar y quedó tan admirado de su belleza que corrió hacia ella. Pero la princesa ya se había marchado cuando el príncipe llegó. La impresión recibida por el joven fue tan grande que se sumió en la tristeza, pensando en la princesa.
La melancolía del príncipe se agravó con el paso de los días, hasta el extremo de que su padre, enterado de los sentimientos del joven, mandó buscar a la misteriosa belleza que había robado el corazón a su hijo. Cuando la princesa supo que el príncipe la buscaba, preparó un riquísimo pastel, dentro del cual introdujo su anillo, haciéndolo llegar a palacio. Tan pronto el príncipe probó el pastel, la alegría volvió a su rostro, aunque no supiese exactamente por qué.
Partieron de nuevo los emisarios por todo el país, probando el anillo a todas las doncellas casaderas. Pero milagrosamente, ningún dedo se ajustaba a él. El día que la escolta real llegó a la granja, todas las criadas y la misma granjera hicieron la prueba con el anillo, pero sus zafias manos no estaban preparadas para tan fina joya. —¿Hay alguien más en esta granja? —preguntó el emisario—. ¿Alguna otra mujer? —No, ninguna —respondió la granjera—. A menos que toméis por mujer a Piel de Asno… —y estalló en carcajadas.
Sin embargo, las órdenes debían cumplirse y Piel de Asno tuvo que probar aquel anilloque tan bien conocía. La sorpresa fue enorme: como es lógico, la joya encajaba perfectamente en su anular. Pero las sorpresas no acabaron ahí: cuando Piel de Asno se retiró un instante, para vestirse con los suntuosos ropajes que guardaba en su baúl y regresó, dispuesta a acompañar al mensajero, todos cayeron de rodillas, sin creer en lo que estaban viendo.
La princesa y el hijo del rey se confesaron su mutuo amor. Y como no había motivo para demorar por más tiempo la boda, se celebro la boda a los pocos días no sin antes exigir Piel de Asno la presencia de su padre. El hada de las Lilas superisó todo para que saliera bien. Y así fue. Pero el rey había reflexionado mucho, desde que su hija abandonó palacio
—¡Hija mía! —abrazó el rey a la princesa—. ¿Podrás perdonarme alguna vez? Ella le perdonó, porque en su corazón ya no cabían más que la dicha y el contento. Y así fue como, a partir de esta fecha, en el país del joven príncipe y de la bella princesa, no hubo animalitos más agasajados y queridos que los simpáticos asnos, ya que gracias a la piel de uno de ellos, su futura soberana alcanzó la felicidad.
FIN
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